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CAPITULO IV - LA EMIGRACIÓN
Poco tiempo duró la placentera embriaguez de aquella familia. El horizonte político se nublaba rápidamente, y los pueblos, intimidados con la invasión española, retiraban ya su apoyo á los patriotas y recibían humildes el yugo que poco antes arrojaran con tanta valentía. Se habían sufrido terribles descalabros, y la funesta derrota de Cachiri puso el colmo á la consternación y desaliento.
En consecuencia, Acevedo reunió á algunos amigos y parientes, á su esposa y á su hijo, y les expuso sin rodeos el cuadro espantoso de la reconquista de la Nueva Granada, con el objeto de deliberar con ellos sobre lo que deberían hacer en tan apuradas circunstancias.
—Los expedicionarios —les dijo —vienen animados del deseo del pillaje y devorados por la sed de la venganza, y todos nosotros seremos víctimas de los serviles soldados del ingrato y estúpido Fernando. Sólo dos partidos podríamos abrazar para substraernos al cadalso que nos espera: una desesperada resistencia á fin de vender caras nuestras vidas, ó la huida con el fin de preparar una ocasión oportuna para caer sobre nuestros enemigos y aniquilarlos.
¿ Qué os parece ?
Cada uno de los presentes opinó de diverso modo. Este contaba con la clemencia de los pacificadores; aquel con su propia astucia y viveza para evitar el castigo; tal con la facilidad de ocultar la parte que había tenido en la revolución hecha contra el Gobierno español; cual con la esperanza de hallar protectores entre los que había protegido, ó con recursos de varias especies para ablandar á sus jueces.
El joven Pedro opinó por la resistencia hasta el último trance.
—Que no nos reprenda la Patria —dijo él— un abandono cobarde; sacrifiquemos todos
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nuestras vidas en el altar de la libertad, para que no se nos crea capaces de amar alguna cosa más que la dignidad de hombres libres. Tal vez un esfuerzo heroico de nuestra parte acobardará á los invasores y dará aliento á los patriotas.
El ilustre Serviez debe de tener consigo los restos de las tropas vencidas en Cachiri. Reunámonos con él, llevando con nosotros á cuantos patriotas podamos animar, y buscando una posición ventajosa, probemos la suerte de las armas, que acaso dará á nuestros soldados la gloria que cupo en otros tiempos á los griegos en las Termopilas. ¿ Será el ejército de Morillo más numeroso y aguerrido que lo era el de los antiguos persas ? ¿ Seremos nosotros menos patriotas, menos valientes que aquellos inmortales griegos ? Por otra parte, yo creo que si sucumbimos, es para nosotros más glorioso morir defendiendo nuestra libertad y nuestro suelo, que morir sobre un cadalso como criminales, ó vegetar llenos de angustias y temores en un escondite que á cada instante puede ser descubierto. Generosidad no debemos esperar de los crueles pacificadores; y así creo que la confianza es un delirio.
Combatamos pues por la Patria; y las nuevas generaciones que á su turno traten de sacudir el yugo, tendrán en nosotros un heroi co modelo que seguir, levantarán un monumento á nuestra me moria y cubrirán nuestros sepulcros con coronas de laurel ento nando himnos á la gloria y á la libertad.
—¡ Hijo querido! esclamó Acevedo: ¡ cuánto me complace tu patriótico entusiasmo ! Mas tu valor y tu juventud te extravían.
El esfuerzo que unos pocos patriotas pudiéramos hacer, no alcanzaría á detener sino por unos cortos instantes la marcha victoriosa de esos expedicionarios alentados por sus triunfos y excitados por la esperanza de repartirse nuestros despojos. Nosotros no tenemos armas ; los soldados de Serviez están ya desmoralizados con la derrota que han sufrido, y el pánico se ha apoderado de ellos; nuestro Congreso ha enviado á solicitar humillantes capitulaciones, y ya su voz, que acaso habría sido oída y respetada por los pueblos, no inspira confianza. Nosotros no estamos en Grecia, donde el espíritu público era uniforme, donde todos se unían para arrojar al extranjero, donde la libertad de la
Patria era la vida, el alma, la felicidad de todos sus moradores.
En los primeros meses de la revolución nosotros habríamos he cho prodigios y puesto con nuestro valor y entusiasmo un muro inexpugnable á los soldados españoles; pero la ambición desacordada de unos pocos y nuestras desgraciadas discordias civiles (*** El eterno mal que ha causado la iuina y la deshonra de la Patria. (N. del E.)) han resfriado el amor nacional y hecho desear al bajo pueblo la paz y el reposo de la servidumbre. Abrigamos en nuestro seno centenares de españoles que perdonó nuestra generosidad, é innumerables realistas que nos traicionan ya y tienden una mano protectora á los peninsulares. Una empresa de armaí es imposible por ahora ; mas no es esto decir que desistamos jamás del proyecto de ser libres. Yo he pensado que podemos reunimos y emigrar llevando con nosotros el dinero, armas y hombres que podamos juntar. Atravesemos las selvas inmensas del Caquetá, procuré monos guias para lo interior del país entre los indígenas de aquellas tribus salvajes, y busquemos un asilo en el Brasil. Seguros allí, esperaremos los resultados de los sucesos que se acercan. Yo no dudo que los pacificadores se harán odiosos á los pueblos así que éstos vuelvan á gemir bajo el yugo, que será pronto. Infaliblemente les parecerá ahora más insoportable y pesado, porque una soldadesca insolente, sanguinaria y codiciosa será la que viene á ejercer el poder.
Entonces la necesidad de ser libres despertará á los indolentes y animará á los cobardes. Entonces las enfermedades habrán diezmado ya á los soldados europeos y será tiempo de que nosotros, con mayor experiencia y concierto, volvamos á la lid. En tretanto no habremos estado ociosos ; compraremos armas, es cribiremos proclamas, solicitaremos auxilios, y tal vez lograremos la protección del Gobierno del Brasil. De esta manera no expondremos inútilmente las Vidas de nuestros conciudadanos en una empresa heroica pero temeraria. Por lo que hace á mí, declaro que no contando con la clemencia española y no hallando me con deseo de entregarme á su tremenda cuchilla, estoy resuelto á emigrar. Tú, mi amado Pedro, como joven, quedarás al lado de tu madre y hermanos, tanto para servirles de amparo y consuelo y para procurarme noticias de cuanto ocurra, como para vengarme si sucumbo en mi marcha ó si soy al fin sacrificado por los servidores del Rey.
—Papá —dijo tímidamente Pedro, —yo debo irme también porque estoy comprometido; he peleado contra ellos y me matarán.
—Nó, hijo querido —replicó Acevedo —no temas. Los servicios militares de un subalterno apenas son conocidos, y además tu edad y tu semblante hacen posible persuadir á los invasores de que no has podido tomar las armas todavía.
El semblante de Pedro se cubrió de un vivo encarnado. Pasó su mano con despecho por su rostro imberbe y fresco, y dijo á su padre con mal disimulada impaciencia :
—Si, papá, usted tiene razón. Soy todavía muy joven y no debí combatir antes de haber alcanzado á la edad en que ordinariamente se va á la guerra. No obstante, usted piensa que puedo ser ya el apoyo de mi familia aunque para esto se necesita también, según creo, ser tan hombre como el que va á campaña.
—Sí —replicó el padre —fingiendo no advertir el enojo de Pedro; pero puesto que supiste desempeñar tus deberes hacia la Patria, espero sabrás llenar los que tienes hacia tu madre y hermanos.
Tu inteligencia y juicio me hacen esperar que llenarás dignamente mis encargos. Por lo que hace á tus peligros, no los, creo graves. Repito que tu juventud te favorece, y te queda el recurso de ocultarte al principio.
Pedro miró á su padre con una mezcla de fiereza y dolor, y dijo á media voz:
—En verdad que no tengo miedo, Dios lo sabe.
—Mira —continuó Acevedo: —si dentro de seis meses no has tenido noticia de mi paradero....
—No prosiga usted—exclamó Pedro prorrumpiendo en llanto y abrazando á su padre.
—Nó, señor, no me quedaré. Oreo á usted bastante justo para no atribuir á temor ó á un deseo egoísta de conservar mi vida el empeño que tengo en partir. Mas usted no se irá solo. Si la Providencia me ha preservado de las balas y sables enemigos, ha sido para conservar á usted un compañero en su triste destino. ¿ Piensa usted, papá, que yo no sé lo que es una emigración ? ¿ Supone usted que yo no comprendo los riesgos que se corren al atravesar esos bosques inmensos de nuestras cordilleras, en donde la fiebre, los tigres, las serpientes y otros mil enemigos amenazan á cada momento la vida del hombre ? ¿ Y quién no sabe cuánto se arriesga fiándose en esos salvajes á quienes la perfidia europea ha hecho crueles, desconfiados y vengativos? ¿ Y espera usted persuadirme de que debo dejarlo arrostrar solo tantos peligros ? Nó, mi buen papá: yo seré el apoyo de sus pasos por medio de esas selvas intransitables, y le cargaré sobre mis espaldas cuando usted esté cansado; mi mano preparará sus alimentos) yo haré la guerra á los animales feroces que puedan presentarse á nuestro paso; y cuando usted esté triste, yo le consolaré hablándole de los objetos que amamos, haciéndole vaticinios sobre la futura gloria de nuestra Patria y recordándole las acciones heroicas que la historia nos refiere.
—Mi querido hijo —dijo Acevedo estrechando á Pedro contra su corazón:—tu resolución es digna de tu alma grande, amante y agradecida; pero yo prefiero que te quedes con tu pobre madre.
—Nó, papá, usted no puede preferir eso; mamá no necesita de mí, puesto que queda en su casa, rodeada de amigos y parientes y en medio de todos los recursos. Si la persecución de los expedicionarios ha de ser tan terrible como se teme, yo no haré sino aumentar los peligros y congojas de mi madre, que temblará á cada instante por mi vida, al paso que á usted puedo servirle de -mucho. Usted siempre ha vivido lleno de comodidades y no sabe lo penoso que es marchar á pie, dormir á campo raso, comer mal ó acaso no comer, y carecer de todo lo que hasta hoy ha disfrutado.
Solamente yo puedo servirle á usted con un amor inmenso, una consagración infatigable y una fidelidad de que mi corazón quede satisfecho. Así pues, usted no me rehusará la gracia de llevarme en su compañía.
—Tu madre llora y calla —replicó Acevedo; —que sea ella quien decida entre nosotros.
—¡Dura decisión!—esclamó la señora, ahogando sus sollo zos;—pero la voz de mi conciencia es más fuerte que la del amor maternal. Mi hijo querido : tal vez voy á decirte el último adiós, pero tu deber y el mío es no dejar ir solo á tu padre.
Pedro dio á su madre las más rendidas gracias por su fallo; pero Acevedo insistía en su negativa, apoyado por sus amigos, que ofrecían acompañarle.
—Y bien —dijo Pedro, —yo regresaré si pasado el primer mes juzga usted que debo volver.
A esto añadió mil caricias, súplicas y razones. Su cariño filial triunfó de todos los obstáculos, y quedó resuelto que partirían con sus amigos dentro de tres días, es decir, el 2 de Mayo de 1816.
No es fácil describir la triste escena que pasaba en casa de Acevedo la mañana de aquel funesto día. La madre, que había pasado casi toda la noche conferenciando con su esposo y su hijo, tenía los ojos hinchados y enrojecidos por lo mucho que había llorado; pero se ocupaba con calma aparente en dar sus últimas órdenes á los criados que debían acompañar á los emigrados, y en hacer servir el almuerzo de los viajeros. Pedro, lloroso también, se acercaba á cada instante á su madre, quien le hacía una caricia, y luego corría á abrazar alternativamente á cada uno de sus hermanos, deteniéndose al lado de los mayores para recomendarles que cuidasen de su mamá mientras él y su padre regresaban de un largo viaje. Acevedo, sentado en una silla frente á la mesa en que siempre escribía, con el rostro oculto entre las manos, parecía entregado á la más profunda y triste meditación: hondos suspiros salían de su pecho, pero no levantaba la cabeza aunque su esposa y su hijo entrasen frecuentemente con motivo de los aprestos de marcha. A las siete fle la mañana uno de los chicos se dirigió al cuarto, llamando á su papá. Este se estremeció, y volviéndose á su esposa con voz turbada y mirada suplicante, la dijo:
—No me los dejes entrar aquí: si los veo no podré partir.
Que los encierren en una pieza distante donde yo no los oiga.
La orden fue al punto ejecutada, y pocos instantes después la señora avisó que estaba pronto el desayuno. Acevedo no se movía, pero ella le tomó del brazo y le condujo hasta el comedor.
El se sentó maquinalmente, tomó una cuchara en sus manos y al propio tiempo echó una mirada alrededor de sí.
—Mi mesa está solitaria —exclamó dolorosamente. —¿ Dónde están mis hijos ? ¿ Porqué no vienen ?
—Ahora no pueden, respondió la madre con firmeza.
—¿ Y he de almorzar solo ? ¡Imposible!
—Es preciso, papá—respondió Pedro, cuya voz estaba cortada por el llanto.—Nos vamos dentro de una hora.
—¡Yo! —replicó Acevedo. —¿ Me voy sin mis hijos ? No puede ser. ... siempre he estado con ellos. ¿ Porqué me los quitan hoy ?
—José—le dijo la señora con tono solemney decidido;—tú mismo lo has dispuesto así, porque si los vieras,no tendrías ánimo para partir, y si te quedas, ellos ,serán huérfanos dentro de pocos días.
—Tienes razón; marcho al momento sin verlos ni acariciarlos. ... ¡Ah! que Dios los bendiga, y á ti también, mi amada y excelente compañera.
Al decir esto, las lágrimas brotaron como dos arroyos de los ojos del triste padre, y su esposa y su hijo se alegraron de verle llorar, pues ya les causaban inquietud su silencio, su indiferencia y sus miradas extraviadas. Pasado algún rato, ya fue posible ha cerle tomar algún alimento, y casi al punto el criado de confianza que debía acompañarles entró á avisar que estaban prontos los caballos y que á la puerta les esperaban ya varios amigos. Acevedo echó los brazos al cuello de su esposa, y le dio con- ternura el más triste y doloroso adiós.
—Te recomiendo mis hijos—añadió;—cuida de sus corazones como -de plantas tiernas y delicadas que sólo tú podrás cultivar en mi ausencia. Que sean honrados y patriotas que . . . pero, yo volveré á educarlos.... Adiós, amada mía. Mis pobres hijos van á preguntarte por mí; ¿ qué les responderás ? ¿ Para qué época porás anunciarles mi vuelta ?
Después guardó un rato de silencio, y arrancándose con esfuerzo de los brazos de su esposa, exclamó:
—¡Oh Patria! ¡oh libertad! ¡Cuánto vais á costar á los fieles servidores que levantaron vuestras banderas en esta tierra de esclavos!
Entonces tocó á Pedro el turno de sus amargos adioses. Tierna y lastimosa fue esta escena. El no se cansaba de encargar á su madre que se cuidara, y conservara hasta su regreso su preciosa existencia. Enjugaba las lágrimas que ella vertía por él, le rogaba encarecidamente que se consolase y le prometía con voz cortada que pronto estaría de vuelta; ella repetía mil veces á su amado hijo que no se expusiera sin necesidad á los peligros y que velara por la conservación y salud de su padre, como ángel encargado por Dios para protegerle y cuidarle.
CAPITULO V - LOS SALVAJES
Por fin marcharon. El movimiento, la variedad de objetos, la compañía de los amigos y las alarmantes noticias que recogían en el camino sobre la proximidad de los pacificadores, sacaron á Acevedo, no de su tristeza, porque esto no era posible, sino de aquel sombrío dolor que hacía temer el trastorno de su razón.
Cuando llegaron á Neiva ya les habían abandonado algunos de sus amigos, desalentados con la idea del largo y peligroso viaje que iban á emprender, ó lisonjeados con la vaga esperanza de obtener clemencia de los vencedores. En aquella ciudad resolvieron todos volverse ó tomar otras direcciones, y Acevedo, viéndose solo con su hijo, determinó dejar allí á guardar en casa de un amigo, que no le fue fiel, varias alhajas, dinero, plata labrada, ropa y otras cosas, conviniendo en que en caso de necesidad enviaría por todo, ó que si no mandaba ni volvía, el amigo lo mandaría todo á su familia, residente en Santafé. Aunque sintió la poca constancia de sus compañeros de viaje, con cuya separaración se aniquilaba casi todo su plan, y á pesar del temor que tuvo por las vidas de los que incautamente se volvían á ofrecer sus cuellos á la cuchilla expedicionaria, halló sin embargo en su separación la ventaja de poder andar con más celeridad; y esto no era poco, porque sus pesares y profundas cavilaciones hacían sobre su alma una impresión que sólo el movimiento y la agitación física podían debilitar. Al llegar á Timaná confió á un hombre virtuoso, en cuya casa se alojó, otro poco de dinero, y allí tuvo noticia de que el negro venezolano que le acompañaba proyectaba robarle y denunciarlo. En el último lugar de la Provincia, antes de internarse en las montañas, llamó al negro, le dio una gruesa cantidad, le dijo que allí le esperaría ó que regresaría á esperarle en Neiva, bajo de un nombre supuesto, y le despachó con una carta para su esposa. El negro aprovechó con gusto esta ocasión para soparse del amo, pues era cobarde y temía el viaje por las selvas, y se vio con placer dueño de una suma que le ahorraba el remordimiento de cometer un crimen y que ciertamente no había merecido. Desde luego hizo resolución de no volver ni entregar la carta. Pero en efecto nada había perdido, pues Acevedo, que estaba impuesto de que el negro no sabía leer, fingió escribir con él, sólo por separarle de su persona sin ofenderle, puesto que le encargaba de una misión de confianza.
Tenemos ya solos á nuestros dos viajeros. En aquel pobre lugar concertaron su plan de partida. Cada uno hizo un lío con una muda de ropa, pocas provisiones, algunos objetos curiosos para encariñar á los indios, algunas armas y bastante oro. Tomaron de los naturales todas las noticias que fue posible adquirir, y confiando en la Divina Misericordia, se internaron en las inmensas soledades, en los bosques gigantescos de los Andaquíes.
El cansancio, el hambre, los bichos de varias clases que abundan en aquellas montañas, y las penas de espíritu, tenían muy abatidos á nuestros viajeros. No obstante, Pedro parecía infatigable; tomaba la maleta de su padre, le prestaba su brazo para ayudarle á trepar por aquellos caminos escabrosos, y no dejaba de hacerle notar las bellezas de aquella naturaleza virgen y de hablarle de cuantos objetos podían distraerle.
Después de tres días de marchas penosas llegaron al punto que les habían designado como el más inmediato al que solían frecuentar los indios. En efecto, á poco rato descubrieron una rústica choza, y un poco más lejos dos hermosos árboles, de los cuales pendía una hamaca de cuerda, en la cual estaba tendido un indio.
Dieron un silbido, según se lo habían aconsejado, y al punto se puso en pie él indio, preparó una flecha y tendió sus penetrantes miradas por los bosques del contorno. Bien pronto divisó á los emigrados que con una rama verde en la mano le hacían señas de que se acercase. El indio se encaminó á ellos con paso lento, lo cual permitió que pudiesen observarle atentamente. Era hombre bien formado, tenía ojos pequeños y negros, hermosa cabellera de color de azabache, talle delgado y flexible, frente espaciosa, y el ademán grave y pensativo que distingue á casi todos los habitantes indígenas de la Nueva Granada y otras comarcas de la América Meridional cuando no han degenerado de la antigua raza con la mezcla de las sangres europea y africana. Ceñía la cintura del indio un ancho delantal de plumas, y su cabeza estaba adornada con una hermosa gorra de la misma materia. Pero estas plumas de varios colores estaban colocadas con mucho arte y simetría y presentaban á la vista un todo sumamente bello y agradable. Sartas de cuentas azules y amarillas lucían en sus brazos, muñecas y pies.
Un ancho tahalí de corteza de árbol sustentaba su carcaj. En su mano izquierda llevaba una flecha con punta de hierro, y en la derecha el arco y un ramo que había cogido para acercarse á los extranjeros.
Estos se inclinaron respetuosamente delante del indio, é iban á informarle por señas del objeto de su venida; pero él les interrumpió diciendo:
—Yo sé hablar el español y el portugués y soy el intérprete entre mis hermanos y los hombres de carne blanca. Decid: ¿ qué buscáis en nuestras montañas ? ¿ No es bastante espaciosa la tierra que habitáis para conteneros ?
Acevedo le dijo que eran comerciantes, que traían cosas útiles y hermosas para venderles á los indios, y que su intento era pasar al territorio del Brasil, donde esperaban hallar nuevos objetos para continuar su comercio.
El indio movió lentamente la cabeza y dijo :
—Nada puedes traerme más bello que "mis plumas, ni más útil que mi arco, mi hamaca y mis redes. El paso hasta el Brasil es largo y peligroso : puedes volverte á tu tierra.
Embarazado Acevedo con esta respuesta y no pudiendo contener la impetuosidad de su genio, dijo :
—Mira, yo soy más desgraciado que comerciante, necesito pasar al Brasil, y si me conduces allí te doy cuanto poseo sin pedirte nada en cambio.
—¿Vas huyendo ?—preguntó el indio.
—Sí, respondió Acevedo.
—Entonces—dijo el indio—eres cobarde ó criminal.
—Ni lo uno ni lo otro—exclamó Pedro con energía.—Mi padre es incapaz de cometer un crimen, y en cuanto al valor, tú puedes ponerlo á prueba, y entonces verás hasta dónde puede llegar.
El indio se encogió de hombros con desdén, y Pedro continuó:
—Tú sabes que en el mundo hay hombres buenos y hombres malos, y cuando el Ser Supremo permite que éstos sean en mayor número, los buenos se esconden en las montañas esperándola hora que Dios les señale para castigar á los malos. Bien sea que la voz dulce, la interesante fisonomía y la vivacidad de Pedro hubiesen tocado al indio en su favor, ó bien que creyese en sus palabras, le contestó :
—Joven, has dicho la verdad. No obstante, no podréis internaros en los ocultos senderos de estos bosques hasta que yo regrese de un viaje de tres á cuatro semanas que debo emprender hoy mismo. Soy jefe de una tribu numerosa. Mi nombre es Tonavirí y á mi voz muchos guerreros asestan sus flechas y tiemblan todos nuestros enemigos. Esta choza que veis es mía, y hoy no habitan en ella sino mi hermana, su esposo y su recién nacido. Os tomo bajo la protección del espíritu que vela sobre mi familia.
Aquí podréis esperar mi regreso.
Sabían Acevedo y Pedro que no era fácil hacer mudar de dictamen á un salvaje, y así, aunque la demora contrariaba sus planes, resolvieron aceptar la hospitalidad del jefe, esperando que durante su ausencia podrían adquirir algunos conocimientos sobre el carácter, costumbres y lenguaje de aquellos naturales. Siguieron pues en silencio á su conductor, que les introdujo en la choza.
Dos hermosas hamacas de cuerda, varias esteras de corteza y paja y dos bancos de raíz de palma, eran los únicos muebles de la cabana. Por las paredes y en los rincones estaban distribuidos algunos cuchillos de monte, dos hachas y las redes, anzuelos, flechas y arpones de que se servían para la caza y la pesca. Veíase también atravesada sobre las vigas de la choza una hermosa escopeta, que manifestaba bien que para aquellos salvajes no era desconocido el tráfico con los europeos.
La hermana de Tonavirí, que era una joven hermosa y fresca, estaba sentada sobre una estera cerca de la puerta, dando el pecho á su hijo, y con un manojo de hojas de palma ahuyentaba los innumerables mosquitos que venían á picar la piel delicada del niño. Su esposo, recostado en una de las hamacas, hacía con sus manos cierto ruido acompasado é igual, como para acompañar el suave vaivén de su movible cama. Ni él ni la india manifestaron extrañar la presencia de los extranjeros, pero correspondieron á sus salutaciones, el indio cruzando sus dos manos sobre el pecho y la joven inclinando la cabeza. El jefe les habló breve rato en su idioma, y después se ocupó en reunir sus armas para la marcha.
Ciñó á su cintura con una correa de cuero de tigre un cuchillo de monte, puso mayor número de flechas en su carcaj, colgó de su hombro izquierdo un zurrón con algunos cartuchos y bajó su escopeta, la cual frotó un rato con un puñado de cortezas majadas que presentaban la apariencia y tenían la blandura de la esponja.
Después encendió un gran cigarro y se puso á esperar en su hamaca la comida del día. A poco rato la india, que había salido, presentó á sus huéspedes, á su hermano y á su esposo un trozo de carne asada y dos grandes pescados cocidos, con algunas yucas y plátanos. Una vasija llena de casiri, que los viajeros no pudieron tomar por parecerles muy fuerte, completó aquella rústica comida, que para ellos fue deliciosa, porque habían pasado tres días sin comer nada caliente y porque la sazonaba una hambre devoradora. Al terminar les dijo el jefe:
—Mi hermano se llama Ultaro y mi hermana Ayacuná; podeis contar con ellos, puesto que habéis comido bajo el mismo techo. Antes de que pase la nueva luna estaré de regreso.
Diciendo esto, se despidió de los huéspedes y de su familia, y se alejó lentamente, internándose en lo más espeso de aquellas montañas.
Acevedo y su hijo, que conocían su penosa posición, trataron de hacerse agradables á los indios a fuerza de cariño, atenciones y servicios. Pedro salía todas las mañanas á cazar, y siempre traía algunos animales, ya aves, ya cuadrúpedos, que eran presentados por él á los dos indios y servidos en sus comidas; ayudaba á la madre á dormir al niño, aseaba los utensilios de la cocina, arreglaba las armas de Ultaro y le acompañaba en sus correrías, y les divertía haciendo algunos experimentos sencillos de física, ó cantándoles por la noche las canciones de su país. Acevedo procuraba inspirarles ideas religiosas, y valiéndose de toda la viveza de su imaginación les hacía por señas explicaciones y discursos que ellos casi no entendían, pero á los cuales prestaban la más dócil atención.
Los salvajes estaban contentos, y Ayacuná especialmente se distinguía por el afecto y benevolencia con que trataba á los extranjeros. Solamente notaron que manifestaba suma repugnancia de que ellos se sentasen en la hamaca, y muchas veces, cuando al volver de sus quehaceres les hallaba en este lugar, les hacía un gesto imperativo mezclado de horror ó impaciencia para suplicarles que se levantasen luego. Pero por lo demás, es cierto que los desgraciados fugitivos hallaron en medio de aquellas selvas inmensas y al lado de dos salvajes, consuelos, ocupaciones y aun placeres.
El más activo y ocupado era Pedro. Temiendo que su amado padre tuviese mucho que sufrir, le preparaba algunos alimentos, lavaba con frecuencia su camisa, que se ponía amarilla con el sudor, y pasaba largas horas sentado junto á la hamaca, espantando los mosquitos, á fin de que su buen padre pudiese disfrutar un largo y pacífico sueño. Aquél, sin embargo, estaba muy melancólico. Un día se hallaban todos cuatro detrás de un gran tronco derribado, observando los juegos que á bastante distancia de su habitación tenían tres pequeños tigres sobre las playas del río Oaquetá.
Ultaro se preparaba ásalir por un sendero en que era práctico, á fin de matarlos, á tiempo que dos hermosos' tigres salieron de la selva como para contemplar los juegos de sus compañeros. Parecían complacidos con este espectáculo, cuando el dardo del indio atravesó el costado del tigre, el cual, dando un espantoso rugido, cayó revolcándose en su sangre. Toda la manada huyó llena de espanto, y Ultaro miró con satisfacción á sus compañeros. Pero Acevedo se había precipitado hacia él para detener su brazo gritando:
—¡ Desgraciado, desgraciado ! ¡ No prives á los hijos de su padre, ni á éste de contemplar sus graciosos juegos! ¡ Esto es cruel, yo lo sé, lo siento en mi corazón !
Esta exclamación y este movimiento fueron rápidos como un relámpago, y así es que cuando el cazador se volvió triunfante hacia sus amigos, quedó admirado de la acción, el gesto y los gritos de Acevedo, cuyas palabras é intención no comprendía. Pedro sí penetró ei sentido de aquellas frases, y su alma se empapó en la amargura que encerraban.
Otra vez, sentados padre é hijo á la sombra de un majestuoso algarrobo, se complacían oyendo los cantos de Ayucaná, que procuraba dormir á su hijo. Aquellos acentos, monótonos y quejosos como el arrullo dé la paloma solitaria, penetraron el corazón de Acevedo.
—Hijo mío—dijo mirando tristemente á Pedro;—cuando yo era feliz oía los dulces cantos con que tu madre te dormía á ti y á tus hermanos. Yo he contemplado á todos mis hijos dormidos sobre el regazo materno y , . ¡ ya jamás veré ese espectáculo encantador !
—¿ Porqué nó ?—replicó Pedro enternecido.—Lo que está pasando en Santafé no debe durar siempre, y nosotros volveremos al lado de mamá.
—¿ Lo crees tú ?
—Sí, papá querido ; esto me parece indudable.
—¡ Ah!—dijo Acevedo—¡yo también espero que tú volverás allá.... !
—Al decir esto ocultó su rostro éntrelas manos. Las arrugas que se formaban sobre su bella y blanca frente, y la contracción y movimiento de sus cejas, hicieron conocer á Pedro que su padre lloraba ; pero no se atrevió á interrumpir su dolor, considerando que el llanto era preferible á esas meditaciones sombrías que como una mano de hierro comprimían aquel corazón sensible y que secaban su cerebro como los vientos abrasadores del de sierto. Contempló con respeto aquel pesar profundo, causado por los recuerdos que se retrataban en su propio corazón, y conmovido, se dirigió á la cabana en busca de la escopeta, para distraer á su padre, convidándole á hacer una correría por el monte. Desde aquel día no le dejaba un momento, y agotaba su ingenio imaginando arbitrios para divertir la melancolía del que tanto amaba.
Así se pasaron más de tres semanas, hasta que, según lo había ofrecido, regresó Tonavirí. Manifestóse complacido por la buena armonía que reinaba entre sus hermanos y sus huéspedes, y les regaló con profusión los frutos de la abundante caza que había hecho al atravesar los bosques. Al anochecer entabló una conversación particular con Acevedo y su hijo. Di joles que era imposible que se internasen en las montañas, ni mucho menos que pensasen en atravesar hasta el Brasil; que el Consejo de su tribu acababa de prohibir toda comunicación con los hombres de carne blanca, porque se sabía que pocos meses antes habían desembar cado en ciertos puntos de la costa poderosos ejércitos venidos del otro lado de los mares, y que los indios temían que el intento de estos soldados fuese posesionarse de los últimos refugios que en medio de los bosques les habían dejado los primeros conquistadores.
—Así pues—añadió el Jefe,—debéis volver á vuestro país, porque aquí no podréis subsistir solos, rodeados de fieras, cuando mi familia y yo nos retiremos, lo que será bien pronto; y pensar en seguir con nosotros es imposible.
En vano trató Acevedo de hacerle comprender que aquellos mismos soldados europeos que alarmaban á sus hermanos eran los perseguidores de quienes él iba huyendo.
—No lo creerían mis hermanos—respondió Tonavirí;—las frecuentes astucias de que han usado los hombres de carne blanca para destruirnos ó esclavizarnos han hecho á nuestra nación muy desconfiada. No podéis permanecer entre nosotros.
Cuando acababa el Jefe de decir estas palabras entró en la choza Ayacuná, á quien él habló algo. Al punto la joven hizo un ademán de espanto, y volviéndose á los emigrados, les instó por señas que partiesen inmediatamente. Acevedo preguntó al indio porqué estaba su hermana tan afanada en despedirles, y él respondió:
—Es porque os estima y va á venir mi padre.
—¿ Y esto en qué se opone á nuestra permanencia aquí ? ¿ Porqué manifiesta Ayacuná un aire espantado y multiplica sus ruegos á fin de que nos vayamos ? Mírala, llora delante de mi hijo, instándole para que verifiquemos nuestra partida. Yo deseo que me expliques esto.
—Voy á explicártelo—replicó el Jefe.—Hará un año que teníamos en esta misma choza á un portugués que vino á comprar pieles de tigre. Mientras se reunía el número convenido, él era nuestro huésped, y mi hermana, recién casada entonces, le hacía compañía casi todo el día. Sucedió que los otros portugueses que negociaban con nosotros en el aduar de que ahora soy Jefe, y que gobernaba entonces mi padre, cometieron una perfidia atroz. No solamente partieron en oculto sin pagar los efectos que les habíamos entregado, sino que llevaron cautivos á dos muchachos de nuestra tribu que ya sabían algo de su idioma y que les habíamos dado por guías é intérpretes. Esta traición irritó á mis hermanos. Todos juraron venganza, y con mi padre á su cabeza, partieron en busca de los fugitivos. Fue imposible alcanzarles, y nuestros guerreros regresaron burlados en sus esperanzas, pero protestando venganza inexorable. Mi padre se encaminó á esta choza, y llegó á una hora en que el portugués estaba tomando fresco en su hamaca.
Mi padre traía en su mano una hacha terrible, cuyo filo era semejante al de esas navajas con que vosotros quitáis de vuestro rostro esa barba espesa que sólo os sirve para ocultar la ver güenza que debe causaros el faltar á vuestra palabra y cometer malas acciones. Mi padre se presentó en la puerta en el momento en que el portugués se inclinaba para dar impulso á su hamaca, y descargó tan furioso golpe sobre el cuello de aquel desdichado, que la cabeza rodó sobre el piso como el coco derribado del pal mero. Mas el cuerpo, lleno de vida, por un esfuerzo de vigor increíble, se levantó de la hamaca, dio dos pasos, extendió los brazos hacia adelante, y encontró con Ayacuná, que se había levantado horrorizada. Aquellos brazos se enlazaron estrechamente á su cuerpo, y la sangre, que salía como un torrente de aquel tronco mutilado, bañaba á mi hermana, cegaba sus ojos y llenaba su boca, que ella había abierto para pedir socorro. Costó trabajo á mi padre desprender los brazos nervudos y contraídos del cadáver de la cintura de Ayacuná; pero al fin lo consiguió, y ésta sufrió tanto con aquella terrible impresión, que desde entonces no puede ver sin espanto á un hombre de carne blanca meciéndose en una hamaca.
Partid pues, amigos; mi hermana tiene razón: el hacha de mi padre no ha perdido su filo, su brazo es vigoroso y está fresca en su pensamiento la memoria de las traiciones y crueldades cometidas por los europeos sobre nuestros inocentes hermanos. Marchaos, no sea que mi padre haya hecho un voto sangriento para vengar á las madres cuyos hijos nos fueron robados por los portugueses.
Es imponderable la dolorosa impresión que hizo en el ánimo de Acevedo el discurso de Tonavirí. Un abatimiento mortal le habría impedido tomar una resolución cualquiera, si el amable Pedro no le hubiera dicho:
—Y bien, papá mío: abandonemos este peligroso asilo y volvamos de noche al último pueblo que pasamos para venir aquí.
Con el cura del lugar, que será probablemente caritativo y bueno, indaguemos el giro que han tomado las cosas públicas con motivo de la entrada de los pacificadores en la capital. De las noticias que logremos dependerán nuestras ulteriores resoluciones. Tal vez encontraremos ya un término á nuestros sufrimientos. Tal vez el monarca español habrá adoptado un sistema de clemencia, que es el único que puede asegurarle por algunos años el dominio de estas comarcas, y entonces, no teniendo nosotros qué temer, será innecesario que arriesguemos nuestras vidas entre salvajes ofendidos y sedientos de venganza.
Acevedo sacudió tristemente la cabeza, y dijo:
—Iremos donde tú quieras, mi amado hijo; pero no te lisonjees esperando algo de los expedicionarios. Aun cuando el Rey sea generoso y les haya dicho expresamente: " perdonad," los Jefes de la expedición no lo harán. La codicia, la venganza, el placer de ser déspotas, el orgullo del triunfo, la cruel complacencia de humillar y de verse implorados, y mil otras causas, les harán inexorables. Tú no sabes lo que son los miserables subalternos, los hombres sin virtudes, los aventureros de todas clases cuando se ven revestidos del poder y con grandes facultades. La peor suerte que puede caberle á un pueblo es verse entregado al despotismo militar de un puñado de soldados inmorales y codiciosos.
Ya lo verás, mi amado Pedro: nuestra nación no será libre hasta que la más ilustre sangre americana haya corrido á torrentes sobre el suelo de la Patria (*** Predicción cumplida al pie de la letra - N. del E.)
Pedro trató durante todo el día de distraer á su padre y de hacerle concebir algunas esperanzas, y al amanecer del día siguiente se pusieron en marcha, después de haberse despedido con tierna gratitud del jefe y su familia. Más éstos quisieron acompañarles una media legua, y después regresaron á su habitación, dejando solos en medio del bosque á los emigrados.
CAPITULO VI - SOLEDAD, HAMBRE Y DEMENCIA
Al tercer día, ya muy entrada la noche, tocaban con precaución á la puerta del cura del lugar á donde se habían dirigido.
Recibióles con cariñosa y cristiana hospitalidad, les dio cena y cama, y procuró que pasasen tranquilos aquella noche. Al amanecer del día siguiente entró en su aposento con el objeto desdarles las recientes noticias que había recibido de Neiva. Los pacificadores habían levantado cadalsos en todas partes; la muerte, las confiscaciones, el destierro de las familias, tenían al país sumido en el más profundo terror. Acevedo era buscado con el mismo ahinco que los demás patriotas que habían logrado substraerse á las pesquisas de los verdugos.
Dentro de tres ó cuatro días se esperaba en aquel mismo pueblo una partida de soldados que venía en busca de los que (según las noticias dadas por los delatores) debían haberse internado en las montañas solicitando una vía para trasladarse al Brasil. Se arrancaban revelaciones á los patriotas tímidos, y ya no había seguridades.
El cura, Acevedo y Pedro entraron en una larga conferencia sobre lo que convendría hacer, y por último se fijaron en el siguiente plan. El cura conocía á un hombre de confianza y práctico en todos los bosques del contorno, que podía conducirles á un punto de las montañas que no era transitado ni por los salvajes ni por los habitantes del pueblo, y allí podrían ocultarse durante tres ó cuatro meses. El conductor fijaría un sitio adonde le fuese fácil trasladarse cada tres ó cuatro días para dejarles los víveres necesarios para su sustento, que serían provistos por el cura con el dinero que los emigrados dejaron para este efecto, y uno de ellos vendría en los plazos convenidos á tomar sus provisiones para conducirlas al lugar, un poco más retirado, donde fijarían su mansión. El cura se comprometía á transmitirles todas las noticias que pudiera adquirir sobre el estado de los negocios públicos, y á proporcionarles los medios de internarse más en los bosques en caso de alguna alarma imprevista; pero era necesario partir aquella misma noche y que nadie en el pueblo sospechase que habían venido forasteros al lugar, pues esto podría dar ocasión á alguna imprudencia que les comprometiese con la tropa que iba á llegar. Acevedo y su hijo aprovecharon el día para cumplir con todas las obligaciones de católicos y para fortalecer sus almas con el pan de eterna vida. Escribieron allí para su amada familia y confiaron al cura esta carta, que fue fielmente remitida y llegó á manos de la triste madre. Consolados por la religión, la caridad y la esperanza, volvieron aquella noche á las montañas, despidiéndose con afecto del buen párroco, que les ofreció cordialmente sus servicios y oraciones.
Era largo el tránsito, y como iban cargados y no querían caminar de día para no ser observados si por casualidad había algún cazador en aquellas selvas, tardaron dos días en llegar al punto deseado. Una gran cueva oculta entre la maleza fue el sitio que eligió el conductor para depositar en él las provisiones, y allí se despidió de sus dos compañeros, deseándoles resignación y pronto regreso. Un cuarto de legua más adentro, en medio de una espesa y corpulenta arboleda, determinaron fijar su mansión.
Había en aquel paraje un ángulo de roca saliente que presentaba la forma de una pared á cuyo respaldo podían construir una choza de ramas, de regular tamaño. En ocho días quedó concluida, amueblada con una hamaca y entapizada con un cuero de res que les envió el cura. A distancia de dos ó tres cuadras, pero tenien do que bajar un trecho bastante pendiente, corría un abundante y cristalino arroyo.
El fiel guía les había llevado una olla, una vasija para cargar agua y dos escudillas con sus correspondientes cucharas, y era muy puntual en llevarles, en los días convenidos, arroz, plátanos, sal, carne, panela, tabaco y algunas otras cosas que el párroco proporcionaba. Pero el consuelo de recibir algunas provisiones era casi siempre acibarado con las funestas noticias que les participaba el cura y que les hacía ver muy distante el término de su penoso destierro.
Ya casi todos los compañeros y amigos de Acevedo habían perecido en el cadalso, y otros atravesaban el Atlántico para ir á dar en España cuenta de su conducta; y como resonaba aún en algunos puntos distantes el grito de libertad, los expedicionarios, lejos de aplacar su furor, eran cada día más severos y vigilantes.
Estas nuevas llenaban de amargura á los tristes emigrados; pero el instinto de la conservación y una débil esperanza siempre burlada y siempre aplazada para la semana siguiente, sostenían su valor y sus fuerzas.
Pedro se levantaba al amenecer á preparar el almuerzo, te niendo cuidado de encender muy poco la leña, según el consejo del cura, á fin de que el humo no diese indicios de su retiro.
Cuando Acevedo se levantaba de su hamaca, tomaban juntos su desayuno, y después trabajaban con ardor en limpiar é igualar una senda estrecha de cincuenta ó sesenta pasos para que sirviese de paseo á Acevedo, que era muy aficionado á esta distracción.
Cuando estuvo concluido el camino, se paseaba dos ó tres horas seguidas sin cansarse. Después[daban una vuelta por el monte, armados para cazar y para defenderse en caso de ser atacados por alguna fiera, y armaban trampas y lazos para coger algunos animales silvestres, con los que aumentaban sus provisiones. Pedro hacía la comida, que tomaban al anochecer, para encerrarse luego en su choza^ cuya entrada tapaban con gruesos maderos. El rezo y la conversación llenaban sus veladas, y luego se acostaban el uno en su hamaca, el otro en su cuero, á esperar otro día igualmente triste, en que el sol que regocija al mundo alumbraría en aquel desierto su soledad, su miseria, sus privaciones y su profunda é inconsolable aflicción. Jamás se acostaba Pedro sin besar la mano de su padre, deseándole buena noche, y nunca se dormía Acevedo sin bendecir á su hijo y derramar una lágrima, encomendando al Padre Celestial la esposa y los hijos de quienes, á su pesar, se veía separado. Pedro era quien lavaba la ropa, quien ocurría á la cueva á buscar sus provisiones, quien traía el agua para su choza y preparaba los alimentos, ayudado á veces en estos últimos quehaceres por su buen padre.
Esta vida en verdad era muy triste, y los días se pasaban entre la incertidumbre y el temor. Cinco meses habían corrido sin alteración alguna, cuando Pedro empezó á notar que la profunda melancolía de su padre tomaba un carácter alarmante. Ya casi no hablaba con su hijo, y pasaba horas enteras sentado sobre un tronco ó una piedra, con la frente apoyada entre sus manos, y solamente por sus suspiros podía conocerse que aquel era un cuerpo animado y no la estatua déla melancolía. Pedro le rogaba con dulzura que no se entregase así á sus tristes reflexiones; pero Acevedo sonreía un instante con él, le decía dos ó tres frases afectuosas y volvía á caer en su melancólica distracción..
Un pequeño incidente acabó de hacer comprender á Pedro que el pesar principiaba á turbar el cerebro de su padre. Un día se le rompió el calabazo en que cargaba el agua. Esto hizo que se dilatara más en volver, pues tuvo que llevar su única olla, y como el terreno estaba resbaladizo á causa de las lluvias y era indispensable cuidar mucho aquella vasija tan necesaria, se tardó más de media hora en volver. Encontró á Acevedo con su machete á la cintura, la escopeta en la mano y próximo á salir de su habitación, cosa que no hacía jamás solo. Pedro le preguntó:
—¿ A dónde iba usted, papá ?
—A castigarles ó á morir.
—¿ A castigar á quiénes?
—Me dijeron—continuó Acevedo—que tú no volvías porque ellos te habían llevado, y yo corría á arrancarte de sus manos ó perecer. ¿'Cómo te has escapado ?
Al decir esto las miradas de Acevedo eran sombrías y un poco extraviadas. El triste hijo tembló al pensar en la desventura que le amenazaba; pero queriendo distraer á su padre, le habló del accidente del calabazo, y le propuso que npr medio de su mensajero de la cueva encargasen otras vasijas al cura.
Algunos días después Acevedo dio en salir en las primeras horas de la mañana y entraba tarde á almorzar. Pedro, inquieto por estos misteriosos viajes, le siguió y le halló sentado sobre una piedra á la orilla del arroyo, hablando, al parecer, con alguna persona. Pedro se acercó, pero luego que su padre le vio, le hizo seña de que esperase y guardase silencio. Al cabo de media hora Ace vedo se levantó, tendió los brazos hacia la ribera opuesta y se separó de aquel sitio, enjugando algunas lágrimas que corrían de sus ojos. Al llegar á su hijo le dijo:
—Por poco la haces desaparecer.
—¿ A quién, papá ?—replicó éste.
—Escucha—continuó Acevedo, hablando en voz muy baja.—
Es tu mamá, que viene del otro lado del arroyo, detrás de la piedra grande que está al frente. Desde allí me habla; me refiere el estado en que se halla cada uno de tus hermanos; me cuenta las calamidades que llueven sobre nuestra Patria; se informa de tu situación y de nuestro género de vida; me da consejos, consuelos y esperanzas; pero me ha dicho que no puede hablar contigo, y que á la menor interrupción que haya en nuestras conversaciones diarias, se irá y no volverá jamás. Le he rogado con lágrimas que se deje ver, que me permita pasar donde está, pero me responde que Dios no consiente esto, y que si intento oponerme á su voluntad, desaparecerá para siempre. Así, todo mi consuelo es oírla, saber que está buena y preguntarle sin fin por cada uno de mis hijos. ¡Qué deliciosas son estas conversaciones! Conozco que sin ellas ya me habría desesperado ó habría perdido la razón.
Pedro prorrumpió en llanto al conocer por este discurso la completa enajenación mental de su padre; pero éste, atribuyendo sus lágrimas al pesar que le causaba no ver ni oír á su madre estando tan cerca de ella, le prometió para consolarle que le rogaría que le admitiese á sus conversaciones, y además le dio con complacencia circunstanciada noticia de cada uno de sus hermanos, como si realmente estuviese instruido de cuanto les había pasado desde el día en que se separaron.
El infeliz joven no pudo ya dudar de su desgracia; pero como su padre se mostraba más tranquilo y contento desde que alimentaba la idea de estas conferencias, resolvió no contrariar su manía, y antes bien dejarle toda libertad para salir, contentándose con vigilar de lejos los tristes paseos de su amado é infortunado padre. ¡Cuántas veces se oprimió su corazón y vertió amargo llanto al verle alejarse precipitadamente y volver luego con semblante risueño, como si hubiese recibido alguna alegre nueva! ¡ Ah i ¡cuánto hubiera preferido Pedro su triste silencio, sus ahogados suspiros, á esta sonrisa de placer debida al trastorno mental y á las ilusiones de su imaginación enferma !
Una mañana regresó Acevedo muy turbado y con cierto aire de terror que inquietó vivamente á Pedro. Ya principiaba á pre guntarle la causa, cuando Acevedo le tomó por el brazo, y conduciéndole al interior de la choza, le dijo :
—¡Ya no es ella ! La descubrieron y ha venido otra á tomar su lugar para conversar conmigo.
—¿ Quién ha venido, papá ?
—Óyeme, Pedro; ayer desconocí la voz; no me habló de mis hijos, pero me ofreció que hoy mismo treparía sobre la piedra para que yo la viese, y que sería más larga su visita. Con esta dulce esperanza me fui esta mañana más temprano; pero tardó mucho en venir. Cuando la oí llegar le recordé su promesa, y al punto subió sobre la piedra. Estaba envuelta en una gran mantilla y yo no podía distinguirla. ¡Más valiera no haberla visto!
—¿Pero quién era ó qué tenía de extraño ?—preguntó Pedro.
—Espérate—contestó el padre, haciendo un ademán misterioso y con aterrorizado semblante.—Temo que me baya seguido, aunque subí muy aprisa y por senda extraviada, pues tiene plegadas sobre sus espaldas dos grandes alas de murciélago, que yo he visto.
Al decir esto salió y examinó cuidadosamente las cercanías de la choza, y volviendo tranquilo hacia su hijo, continuó :
—No ha venido; ya se ve, le ofrecí volver mañana. Yo no sé si ella quiere que yo te reserve su venida, pero no me encargó el secreto. Además, me convida á que haga un largo viaje con ella, mientras duran las calamidades de la Patria, y ya ves que esto es largo. Yo le he dicho que no iré ó que irás con nosotros.
Pedro preguntó con angustia :
—Pero ¿ quién es, papá ? Acevedo le respondió al oído:
—¡Es la Muerte !
Pedro se estremeció con horror.
—¡Oh, papá!—dijo,—deseche usted esa vana idea. Su imaginación se extravía. La muerte no tiene cuerpo, ni voz, ni figura; la muerte. ...
—Calla, Pedro—dijo con calma Acevedo;—tú no la has visto, ni oído, y yo sí. Es espantosa, y le tengo miedo. Puesto que no me ha seguido, mudemos de domicilio sin que ella lo sepa. No quiero que la veas, porque su aspecto es horrible y te intimidaría. Pedro guardó silencio; algunos instantes después convidó á su padre á tomar algún alimento, y luego se retiró á solas á llorar tristemente, pidiéndole á Dios que lo libertase del dolor inmenso de ver loco á su amado padre.
Muchas días bajó Acevedo á la fuente, pero siempre manifestaba terror y repugnancia al emprender esta correría, á que parecía arrastrado por una invencible necesidad. Unas veces regresaba abatido y decía que la Muerte había venido á renovar su convite, y otras, con el semblante alegre, contaba á su hijo que no había encontrado al terrible espectro.
Todo esto llenaba de amargura á Pedro; pero el colmo de sus infortunios ocurrió poco después. Fue, como de costumbre, á recoger sus provisiones, pero no halló nada. Refirió á su padre aquel contratiempo, y ambos se consolaron esperando que al día siguiente llegaría el mensajero. Pero en vano repitió sus viajes durante muchos díasr; el hombre no pareció. Entonces fue necesario ponerse á una escasa ración para hacer más larga la duración de sus pocos víveres. Al fin éstos se agotaron casi enteramente, y el proveedor no parecía. ¿ Quién podrá pintar la situación de aquellos desgraciados ? Veían acercarse el hambre con todos sus horrores, y para mayor desconsuelo los pocos animales silvestres que antes cazaban se habían ahuyentado de las inmediaciones de su choza, por temor de los lazos en que tan frecuentemente caían. Pedro vagaba tres ó cuatro boras seguidas por los montes del contorno, y volvía llenó de pesar y desconsuelo, sin traer una ave, un conejo ni el menor alimento para su padre.
Entonces bajaba al arroyo, y alguna vez acaso sacaba un pececillo ó un cangrejo, y esta era toda la comida del infeliz Acevedo, quien jamás se resolvió á comer solo el escaso alimento que su virtuoso hijo le presentaba. Desde que el hambre comenzó á afligir á Acevedo, ya no salía de la choza, "porque temo—decía— hacer ejercicio y despertar el apetito." Sus ojos hundidos, su color pálido, la excesiva flacura de sus manos, manifestaban su extrema necesidad; pero ni una queja salía de sus labios ni un leve signo de impaciencia obscurecía su interesante y triste fisonomía.
Una mañana convidó á su hijo diciéndole:
—Pedro, quiero que busquemos juntos algo qué comer, y si hoy no hallamos, mañana partiremos para el pueblo y esperaremos allí la suerte que Dios nos mande. En efecto, salieron y á las ocho ó diez cuadras de su morada vieron un gran mono que trepaba alegremente sobre un árbol.
Acevedo le echó una mirada satisfecha y codiciosa, y con trémula mano le dirigió un tiro. El animal cayó muerto al pie del árbol y Acevedo se apresuró á cogerlo.
—Este es para ti—dijo con emoción, presentándoselo á su hijo.
Este besó con respeto y amor la mano que se lo daba, y juntos volvieron á su choza á regalarse con aquella pobre carne. Al día siguiente Acevedo volvió á salir con el joven, porque temía que agotada aquella mezquina vianda, volviese el hambrea atormentarles de nuevo. Pero en vano caminaron aquel día; ningún animal se presentó á su vista. Cuando regresaban, tristes y desconsolados á su humilde albergue, descubrieron un aguacate silvestre cargado de fruta; mas no estaba en sazón todavía. Sin embargo, cogieron las más grandes, esperando que madurarían en la choza, pues temían que al dejarlas en el árbol algunas aves nocturnas les robasen aquella provisión. Como era preciso economizar la carne del mono, Pedro no estaba enteramente libre del hambre, pues tomaba apenas lo necesario para sustentar su cuerpo, y así no pudo resistir á la tentación y comió algunos aguaca tes. Bien pronto se sintió atacado de fiebres tercianas; mas el deseo de servirle á su padre y la esperanza de hallar algo que comer en el bosque ó provisiones en la cueva, le ¿aban fuerzas bastantes para bajar hasta aquel punto; pero cada vez volvía más afligido y extenuado.
Una mañana al entrar en su choza halló á su padre tendido en el suelo, revolcándose con los más horribles dolores. Su frente estaba helada y sus miembros se retorcían con convulsiones espantosas.
—¿Qué es esto, mi amado papá ?—exclamó Pedro, corriendo á tomarlo en sus brazos.
—Hijo—respondió el muribundo padre:—yo tenía hambre, la carne del mono se nos acaba ya, y por no disminuir la ración de mañana comí aguacate, á pesar de tus súplicas y encargos para que no probara esta fruta. Un dolor violento de estómago va á terminar mis días. Me parece que estoy envenenado.
Pedro, lleno de terror, puso á tibiar agua y obligó á su desfallecido padre á que tomase una dosis muy considerable de ella, lo que provocó vómito, y el infeliz Acevedo se sintió aliviado y durmió un rato sobre las rodillas de su hijo. Este cuidaba de separar los mosquitos, acariciaba aquella hermosa y venerada cabeza, y de cuando en cuando sus lágrimas mojaban los negros rizos que caían en desorden sobre el cuello de su padre. Por fin éste despertó, y dijo á Pedro:
—Es preciso partir, hijo mío; la muerte recibida en un cadalso no puede ser más cruel que esta lenta agonía del dolor y el hambre que aquí nos consume y devora. Por otra parte, no tenemos víveres; el Cielo ha retirado de nuestro alcance los animales que pudieran servirnos de sustento; tú estás enfermo, y yo he sufrido hoy un ataque terrible que me ha hecho comprender todo lo que tu alma debe haber padecido. Abandonemos estas montañas, y poniéndonos en manos de la Providencia, busquemos de otro modo los medios de conservar esta triste existencia. ¡Oh, mi amado Pedro, yo conozco que no puedo vivir sin mi familia! y cuando no nos aquejaba el hambre, fue tanto lo que me persiguió aquel recuerdo dulce y querido, que he llegado á temer en algunos ratos el trastorno total de mi razón. Pero yo le pedía á Dios con fervor todas las noches que nos librase á ti y á mí de tamaño infortunio. Díme, mi amado Pedro: ¿ no has notado que los dolores morales principiaban á trastornar mi cabeza? ¿Adivinaste cuan punzantes eran las agudas espinas que desgarraban mi triste corazón? Mucho he padecido y padezco; pero hoy que ya estoy resuelto á arrojarme en los brazos de Dios sin buscar la prolongación de unos días que El tiene contados, me siento más tranquilo. Marchemos, mi hijo, y no luchemos contra la Voluntad Divina.
Pedro respondió con un diluvio de lágrimas. El tono sosegado, la triste resignación de su padre, los vagos recuerdos que con servaba de su demencia, el ataque atroz que acababa de sufrir, su aspecto macilento y extenuado, todo esto formaba en el corazón de aquel tierno hijo un cúmulo de penas desgarrador, cruel, inexplicable. Se conformó pues con la determinación de su padre, y aquel mismo día, después de haber comido el último resto de la carne del mono, abandonaron su triste y solitario albergue y to marón lentamente y en silencio el camino del pueblo, temiendo no tener la fuerza necesaria para llegar á él.
CAPITULO VII - LA HOSPITALIDAD Y EL ULTIMO ADIÓS
Habrían andado como tres cuartos de legua y ya principiaba á faltarles el aliento, cuando vieron un hombre agobiado por una pesada maleta, que caminaba con dificultad por entre unos troncos derribados. El primer movimiento de Pedro fue ocultar á su padre; pero éste, lleno de alegría con el hallazgo, levantó la voz gritando:
—¡Acá, amigo!
El desconocido levantó la cabeza, y al ver á los dos emigrados apuró el paso, con un semblante en que se pintaban á la vez la alegría y la compasión. Al estar algo cerca les dijo:
—En busca de ustedes venía.
—¿Cómo?—preguntó Acevedo, tendiéndole la mano con cordialidad. Iba á responder el hombre, pero el bondadoso Acevedo no le permitió hablar hasta que le hubo ayudado á descargar su fardo y que todos tres se sentaron cómodamente sobre un tronco. Entonces el desconocido dijo:
—Yo me llamo Jaramilio. Mi compadre el cura de la aldea más próxima ha llegado anoche de regreso de una prisión adonde fue conducido por un denuncio que se dio contra él como insurgente y protector de insurgentes. Ha tenido que sufrir todas las formalidades minuciosas de la purificación establecida por los pacificadores, y que no es otra cosa sino un nuevo tribunal organizado con el fin de hallar más culpados y por consiguiente más víctimas. Apenas llegó el cura, anoche, me hizo llamar.
—Compadre—me dijo,—acabo de saber que el día mismo que me arrebataron de mi curato sacaron también del lugar é incorporaron en las filas del Ejército al honrado y fiel Avila Al decir esto se interrumpió Jaramilio, y metiendo la mano en su bolsillo, añadió:
—Ya olvidaba yo el encargo principal de mi compadre.
Entonces presentó á los emigrados un pan y un frasquito de vino aguado. Cruzó por los ojos de éstos un rayo de alegría al ver aquel refrigerio de que tanto necesitaban. Acevedo tomó lo que le daba el mensajero y lo pasó á su hijo; pero éste dijo: —Tome usted primero, papá.
En efecto, tomó un trago de vino, y luego dijo con voz enter necida:
—! Dios salve á usted y al buen cura ! Después partió el pan con Pedro, y ambos comían en silencio mientras Jaramilio, conmovido, continuaba en estos térninos su relación:
—Avila—me dijo mi compadre—no ha vuelto del ejército, y él era quien llevaba el sustento á dos infelices caballeros emigrados que están ocultos en estas montañas. Mi edad y mis enfermedades me impiden ir á buscarles, y aquellos desgraciados hace ya ventitrés días que no reciben socorro alguno. Es posible que hayan" podido economizar hasta hoy sus provisiones, pero también es creíble que estén sufriendo todos los horrores del hambre. Vaya usted, búsqueles por la ribera del grande arroyo; luego que les halle deles pan y vino; en seguida entregúeles este tercio de provisiones, y póngase de acuerdo con ellos sobre el modo de suministrarles en adelante lo necesario. Yo le dije á mi compadre que conozco un punto más retirado y seguro, y que no está deshabitado.
Una familia de negros esclavos, de Popayán, habiendo huido hace algunos años de sus crueles amos, ha formado á orillas del río de Jesús una pequeña colonia; viven allí tranquilos, con algunas conveniencias, y son hospitalarios. Ellos recibirán á los emigrados. Mi compadre aprobó este plan, y yo vengo á ser el guía de ustedes hasta la habitación de Lorenzo y Luisa, que son los negros de quienes he hablado y con los cuales mantengo muy buenas relaciones, porque, soy quien les provee de cuanto necesitan.
—¡Qué!—dijo Acevedo—¿ no podremos salir de aquí todavía ?
—¡Ah!—respondió Jaramillo;—usted no sabe lo que es su Patria bajo la dominación de los expedicionarios españoles; pero es cierto que usted no viviría cuatro días si llegase á caer en manos de estos sanguinarios pacificadores. Le traigo á usted una carta de mi compadre el cura, que escribió durante toda la noche. En ella instruye á usted de cuantos pormenores quiera saber: aquí está.
Acevedo la tomó, pero no pudo leer. El pan y el vino habían hecho tal efecto en su estómago debilitado, que cayó en brazos de su hijo, casi desmayado. Jaramillo frotó sus sienes con vino, le hizo tomar un poco de agua y logró restablecerle, y entonces el desfallecido padre ordenó á su hijo que leyese en voz alta. Era esta carta una relación funesta y detallada de las atroces venganzas ejercidas por los bárbaros pacificadores. El número y los nombres de las víctimas hicieron estremecerla los infelices emigrantes.
El cura les daba noticia de su familia hasta Diciembre del año de 1816; pero de ahí para adelante nada había podido averiguar, y aunque esta noticia aseguraba á Acevedo que su esposa é hijos gozaban de salud, su corazón se oprimía al considerar cuánto podía haber mudado su suerte en los tres meses corridos desde Enero hasta fines de Marzo en que estaban.
En fin, después de baber comido algo y de haber discurrido mucho sobre su triste situación y sobre la poquísima esperanza que conservaban de mejorarla, resolvieron seguir á su guía hasta la habitación de Lorenzo. Caminaron el resto de aquel día, y dur mieron debajo de unos árboles. Al apuntar el alba continuaron su marcha, y después de medio día llegaron á las márgenes del río de Jesús. Allí descansaron un rato y dio Acevedo algunas instrucciones á Jaramillo sobre el modo de adquirir noticias de su familia y de comunicar á ésta en dónde y cómo se hallaban, escribiendo bajo un nombre supuesto, según había convenido con su esposa el día de su triste separación. Después remontaron por la orilla derecha del rio como tres cuartos de legua, hasta que descubrieron la ranchería de Lorenzo. Se adelantó Jaramillo á prevenir á los negros, y poco después volvió con éstos á recibir y conducir á sus huéspedes. La morada de aquellos esposos y de seis hijos pequeños que tenían se componía de tres chozas : una servía de cocina, otra de habitación y dormitorio; en la tercera, más grande, era donde guardaban sus víveres, herramientas, redes, varios utensilios de caza, algunos libros devotos (porque Lorenzo sabía leer) y otros efectos que manifestaban qué aquella familia había proyectado despacio su fuga, y había llevado consigo las comodidades posibles en su clase, contando de antemano con un asilo retirado y seguro. Esta tercera habitación fue el alojamiento de los emigrados. Jaramillo permaneció dos días con ellos, los re comendó eficazmente á la caridad de Lorenzo y Luisa, y ofreciendo volver á verles dentro de dos meses á lo más tarde, se ausentó de sus amigos, cargado de bendiciones de los caballeros y de mil agradecimientos y afectuosos recados para el buen cura.
Parece que la naturaleza había estado sometida al amor filial, ó más bien, que Dios había sostenido las fuerzas de Pedro, que no dejó de ser el apoyo, el consolador y el oficioso sirviente de su padre, hasta su llegada al río de Jesús. Mas apenas halló seres benéficos que le ayudasen á cuidar á Acevedo, ya no resistió el violento efecto de la fiebre, y quedó postrado en cama durante muchos días. Intenso dolor se apoderó del corazón de Acevedo, quien velaba día y noche á la cabecera de su adorado enfermo.
Luisa le prodigó los cuidados más tiernos, y á fuerza de remedios que ella sabía y había experimentado en su propia familia, logró mejorar á su joven enfermo. Acevedo observaba asiduamente el estado de su hijo y cuidaba con esmero aquella preciosa vida, por cuya conservación habría dado mil veces la suya.
Mas apenas se repuso Pedro cuando Acevedo, minado por el dolor moral, extenuado por el hambre y las fatigas pasadas, atormentado por la incertidumbre y oprimido por tantas penas de todas clases, cayó gravemente enfermo.
Tocaba á Pedro su turno de inquietudes, cuidados y vigilias, y su alma noble y sensible padecía atrozmente viendo los sufrimientos de su buen padre. Un día le dijo éste:
—Pídele un espejo á Luisa: quiero examinar mi lengua.
La negra dio el espejo en que se afeitaba su marido. Triste debió ser la impresión que experimentó Acevedo al ver su imagen retratada en aquel espejo, pues retiró la cabeza, cerró los ojos y dos gruesas lágrimas surcaron sus enjutas y pálidas mejillas. Pero pronto, dominando su emoción, se contempló largo rato, y dando un suspiro dijo:
—¿ Piensas tú, Pedro, que me reconocería tu madre si me viera ahora ?
Mas notando que su pregunta contristaba á su hijo, se puso á examinar la lengua, y añadió :
—Estoy muy malo; estas manchas negras indican el peligro.
Es preciso darme una sangría. En mi cartera tengo una lanceta; tómala, Pedro, y haz este servicio á tu padre.
El joven se acercó vacilando, desnudó con pena el brazo de su padre y lloró al ver su excesivo enflaquecimiento. Después, profundamente agitado, lleno de temor, con sus ojos obscurecidos por el llanto, hizo vanos esfuerzos por romper la vena. Tres veces tomó la lanceta, y otras tantas una involuntaria convulsión la hizo caer de su mano. Por fin la dejó, y apoyando su frente sobre la cabeza de su padre, dijo:
—¡No puedo, es imposible!
—Pues bien, hijo mío—replicó Acevedo:—yo mismo lo haré.
—¿ Y si usted se da la muerte ? —Nó, Pedro, no temas; yo he practicado ya otras veces esta sencilla operación, y creo que la haré con destreza; es lo único que puede salvarme.
Entonces, teniendo Luisa una vasija para recibir la sangre, Acevedo picó la vena de su brazo derecho, y con sonrisa melancólica se puso á mirar su sangre que corría lentamente. Pedro sufría un accidente que no le era posible dominar; pero se le disipó para dar lugar al profundo terror que le causó ver caer desmayado á su amado padre. Entonces corrió á sostener su cabeza, y ayudó á Luisa á contener la sangre y poner un vendaje. Un cuarto de hora después volvió en sí el enfermo, y su primer cuidado fue tomar entre sus manos la cabeza de su hijo, que estaba reclinado sobre su pecho, y dándole un beso en la frente, le preguntó:
—¿ Porqué lloras ?
—He temido perderlo á usted, papá-—respondió el joven enjugando sus ojos.
—¡Ah, sí! yo he podido morir—dijo Acevedo;—pero este es el término de toda existencia. Un día se acaba, pero en ese día, confiando en Dios, principia una dichosa inmortalidad. ¿ Y tú, mi Pedro, habías pensado que tu padre estaba exento de la ley común ?
—Nó, señor, pero aún es usted muy joven para morir, y yo jamás podré acostumbrarme á la idea de este golpe atroz, por más que usted me hable de esto todos los días.
—¡Pobre hijo mío!—exclamó Acevedo acariciándole.—¡Cuánto has sufrido ya por mi amor ! ¡ Cuánto te queda aún por sufrir ! Mas ármate de valor, tú que has mostrado tanto en otras circunstancias.
Yo debo fallecer en estas selvas, y tú abrirás entonces mi pecho, sacarás de él mi cprazón y lo llevarás á tu madre. Creo que ella, al verlo, podrá conocer el inmenso amor que he tenido por ella y por mis hijos, y los tremendos é inexplicables dolores que hace ya once meses lo despedazan diariamente. ¿ Me das tu palabra, Pedro, de que cumplirás este encargo?
—¡ Oh,"nó, mi amado papá ! ¡ Yo no tendré valor para desempeñar tan cruel comisión ! No lo tengo actualmente para oír estos tristes discursos de usted.
—¡Pobre niño!—continuó con amargura j^cevedo;—yo te amo mucho, y, sin embargo, te estoy afligiendo. Perdóname, pero es necesario que te acostumbres á la idea de perderme, de dejarme en estas soledades, de volver, huérfano y abatido por la enfermedad y los pesares, á consolar á mi triste familia.
Muchas escenas de esta clase pasaron entre Acevedo y su hijo durante algunos días en que la enfermedad iba haciendo rápidos progresos. Había ratos en que el enfermo no hablaba por debilidad, y entonces Lorenzo leía algo en sus libros devotos, y los dos emigrados escuchaban con recogimiento y atención.
En la mañana del 2 de Mayo de 1817 Acevedo llamó á Pedro, quien á pesar de estar con el frío de las tercianas, se le acercó.
—Hoy hace un año—le dijo—di el último abrazo á tu mamá, y ella, sin duda, recordará este funesto aniversario y rezará por mí con todos mis hijos. ¿ No te parece, Pedro, que las oraciones de los inocentes son un buen viático, á falta del que destina la Iglesia á los agonizantes ? Hoy me separo también de ti, mi ama do hijo, mi fiel compañero, mi dulce consolador. No llores; pídele á Dios que me perdone, y que se digne ser el padre de esa ere cida familia de huérfanos que dejo hoy abandonados sobre este valle de miserias. El lo ha dispuesto, y yo me resigno. ...
—¡ Oh, papá ! ¡ mi buen papá ! ¡ No hable usted de muerte. Tal vez una crisis favorable salvará sus preciosos días.
—Mi Pedro, no te alucines. Yo te hablo lo que te aflige, porque es preciso. Hoy me voy del mundo, y tú quedas encargado de obligaciones muy importantes y sagradas. Adiós, mi hijo, yo te bendigo—añadió con tono solemne y voz entera y calmada: — te bendigo en nombre de la Santísima Trinidad ; te recomiendo que seas siempre virtuoso, que cuides de tu madre, que ames y eduques á tus hermanos.
—¡ Mi amado papá !—exclamó Pedro con angustia—,¿ se irá usted sin mí ?
—Sí, mi buen hijo, y esta cruel despedida me hace conocer cuánto es lo que se ofrenda en el altar de la Patria cuando se pronuncia el juramento de ser libre ó morir. Hijo querido, no olvides nunca mis consejos; no abandones la santa causa de la Independencia á que hemos servido, y persuádete de que después del conocimiento de Dios, de la virtud, y de un nombre honrado y sin mancha entre sus conciudadanos, el bien más precioso para el hombre es la libertad.
La voz de Acevedo empezó á debilitarse, y llamó á Lorenzo.
—Vén, amigo—le dijo,—ayuda á mi alma, que lucha con pena para separarse de este cuerpo ya casi destruido. Entonces tomó el venerable negro el libro piadoso en que leía frecuentemente. Con voz clara y pausada decía el Miserere, y Acevedo repetía en voz baja las palabras del salmo sagrado. Entretanto Pedro, puesto dé rodillas, temblando con el frío violento de las tercianas y con la cabeza inclinada, cubría de besos y lágrimas la mano casi helada de su padre.
Cuando Lorenzo concluyó su lectura hacía ya algunos instantes que el alma del noble procer reposaba en el seno de Dios. El negro puso su mano sobre la frente helada, y dijo : —¡Descanse en paz con los justos ! En seguida, cerrando el libro, se arrodilló para orar en silencio, y su llanto silencioso caía gota á gota sobre el suelo de la choza.
Después llamó á Luisa. Ya la fiebre ardiente se había apoderado de Pedro, y los dos esposos le trasladaron sin dificultad á su cama. Cinco horas estuvo agobiado con el fuego de la calentura, y durante ellas Pedro hablaba con su padre y le rogaba tiernamente que no lo dejara. Cuando se disiparon la fiebre y el delirio, el joven voló á la cabecera de su padre; pero estaba el lecho vacío.
—¿ Dónde se ha ido ?—exclamó con amargura.—¿Porqué me encuentro sin mi buen padre en medio de los bosques ?
—¿ Sin padre?—respondió Lorenzo presentándose,—nó, amo mío, todos tenemos nuestro padre, que está en el Cielo. Pedro suspiró, permaneció un instante en silencio, estrechando su frente con sus manos, y después, cruzándolas sobre su pecho, con dolorosa expresión dijo :
—¡Ya sé lo que ha pasado! Quiero verle, Lorenzo; llévame donde está; quiero darle el último abrazo y tal vez morir de dolor sobre ese corazón que tanto me amó. El negro le entregó entonces un papel hallado bajo la cabecera del enfermo. Pedro lo tomó con mano trémula y lo leyó ansiosamente. Era una esquela de su padre, en que le daba sus últimos consejos; le rogaba que tuviese valor y resignación cristiana para soportar el supremo dolor que iba á desgarrar su corazón; le encomendaba el cuidado y el consuelo de su madre y hermanos, y le ordenaba que después de haber dado sepultura ásus restos mortales, abandonase aquellas soledades para volver al seno de su familia.
Esta triste lectura hizo prorrumpir en un diluvio de lágrimas al infortunado huérfano. Cuando su dolor se desahogó un poco, dijo á Lorenzo:
—Bien; yo obedeceré su voz respetable, pero vamos á verle.
Entonces Lorenzo le condujo á su choza. En la mitad de ella, sobre una estera de paja, estaba colocado el cuerpo, blanco como el marfil, con una pequeña cruz sobre su pecho, alumbrado con cuatro velas, y al pie Luisa y sus tres hijos mayores, que rezaban con devoción y recogimiento por el alma de su huésped. Aquel espectáculo hizo estremecer de dolor el extenuado cuerpo de Pedro. Corrió á abrazar el helado cadáver, gritando:
—¡Dios mío! ¡esto es cuanto me queda de mi amado papá! Largo rato permaneció con el rostro apoyado sobre la hermosa frente de su padre, mas de cuando en cuando se apartaba y ponía en ella su mano, diciendo con profunda tristeza:
—¡Está helado! ¡Lafiebre que me devora no alcanza á comunicarle ni un átomo de calor!
Los compasivos negros lloraron largo rato con él, pero al fin Lorenzo le dijo:
—Cumplamos, amo mío, la voluntad de Dios y la del difunto. Demos sepultura á este cuerpo.
—Sea—respondió Pedro, levantándose y enjugando sus ojos, después de haber aplicado un beso respetuoso sobre los pálidos labios de su padre. Entonces Luisa y su esposo colocaron el cadáver sobre unos maderos y lo cargaron sobre sus hombros. Los niños y Pedro tomaron las velas, y todos se encaminaron á una colina inmediata. Allí, debajo de unos árboles elevados y frondosos, había cavado Lorenzo la sepultura del caballero. El buen negro regó con algunas flores silvestres el fondo de la fosa, y ayudado por su mujer, colocó en ella el cuerpo; mas antes de cubrirlo con tierra dirigióse á Pedro y le dijo:
—Amo mío, ahora vuelva su merced una mirada postrera sobre este rostro donde está pintada la paz de los ángeles, ofrézcale su pena á Nuestro Señor Jesucristo y todos repitan conmigo las oraciones que nuestra Santa Madre Iglesia reza por los difuntos. Pedro dio un doloroso gemido y se dejó caer de rodillas. Luisa y los niños se arrodillaron también, y todos rezaron con voz trémula y cortada de sollozos las oraciones que leía Lorenzo de pie, con acento piadoso y conmovido. Al fin la tierra cubrió el cuerpo del mártir de la Libertad y de la Patria, y los hijos de Luisa desgajaron ramas que arrojaron sobre aquella tumba solitaria y humilde. Lorenzo cavó un hoyo hacia la cabecera, para colocar una tosca cruz de madera que había labrado desde que previo aquel lamentable suceso, y ayudado por su mujer, sus niños y el infeliz huérfano, la puso en el sitio designado. Pedro permaneció largo tiempo apoyado sobre el brazo de la cruz, exhalando tristes suspiros y dejando correr su llanto sobre aquella tierra que robaba á sus ojos el objeto más amado de su corazón. Sus ahogados sollozos hacían conocer que su alma estaba traspasada de uno de aquellos dolores que aniquilarían la existencia si Dios no sostuviera á sus criaturas para que conociendo su extrema miseria y la inmensa suma' de dolores que encierra la vida, se acuerden de que tienen un padre y una patria en el Cielo. El sol se había puesto cuando Pedro regresó á la habitación. ¡Cuan triste y solitaria le pareció! Recordaba con amargura las escenas de aquel día en que su padre había visto por la vez postrera la luz del sol, y no comprendía cómo había podido sobrevi vir á tan acerbos pesares.
Aquella pompa fúnebre del desierto no se borraba de su mente: una inocente familia de esclavos prófugos había llorado y orado sobre las frías cenizas del caudillo de la libertad, del popular Tribuno de 1810: un anciano negro había servido de sacerdote en ese entierro cristiano y salvaje á la vez, y él, el hijo primogénito, la esperanza de una noble familia, había ayudado á colocar lacruz, símbolo de la Divina Misericordia, sobre esa tumba solitaria, hasta la cual no penetrará tal vez en muchos siglos la sociedad civilizada. El huérfano de un patriota ilustre, rico, amado de sus con ciudadanos, se encontraba pobre, enfermo, solo y desgarrado su corazón por el dolor, en medio de las majestuosas selvas de los Andaquíes, en donde, sin embargo, había hallado la hospitalidad de los hermanos, la caridad cristiana y las dulces simpatías que unen á todos los cautivos que desean romper sus cadenas, á todos los infelices que quieren comunicarse sus dolores. ¡Qué manantial tan fecundo en tristes reflexiones! Pedro pasó la noche meditando sobre estas vicisitudes extrañas de su suerte, llorando y rezando por el descanso eterno de aquel á quien había ayudado á llevar su cruz de dolores durante un año entero y á quien no volvería á ver ya sobre la tierra.
Al amanecer del siguiente día visitó por la última vez la tumba solitaria de su padre, y al separarse de aquel lugar sagrado besó la cruz diciendo: —¡Cúbrelo con tus alas, madre de salvación! Después recompensó con prodigalidad á toda la familia, estrechó en sus brazos á los niños, se despidió con lágrimas de la buena y hospitalaria Luisa, y guiado por Lorenzo, se alejó á paso lento de aquellas montañas gigantescas, en donde quedaba sepultado todo el porvenir de una familia que había sido dichosa porque tenía un buen padre. Al tercer día avistaron el pueblo, y allí el negro se despidió con verdadero pesar del triste huérfano, prometiéndole orar siempre con su familia sobre el sepulcro de don José Acevedo.
Algunos días después Pedro se halló en la cárcel de la ciudad de Neiva, oprimido con el peso de unos enormes grillos, devorado por la fiebre y agobiado por el pesar. El bárbaro esbirro de Fernando vil no supo tener piedad del tierno adolescente que acababa de llenar con tan sublime heroísmo todos los deberes del amor filial.
Pero Dios protegió un día á la gran Colombia, sus opresores huyeron para siempre de su suelo, y en aquella época de prosperidad y gloria para la Patria fue Pedro el ídolo, el consuelo y el más bello ornato de su familia.
JOSEFA ACEVEDO DE GÓMEZ
NOTA
Los sucesos aquí referidos son exactamente históricos y tomados de las relaciones repetidas por Pedro á sú familia, y de las minuciosas noticias recogidas en los mismos lugares por nuestro amigo el estimable Coronel Anselmo Pineda, cuando fue Prefecto del Caquetá. El visitó á Luisa Cuéllar, que aún existía, y recogió de ella misma los detalles sobre los últimos momentos de Acevedo. Hemos sentido particularmente haber olvidado el nombre del respetable y virtuoso cura de Suaza,
RELACIÓN HISTORIADA QUE MARÍA LUISA CUÉLLAR HACE AL CORONEL ANSELMO PINEDA DE LA LLEGADA Á ESTE RÍO CAQUETÁ Y EN SEGUIDA Á SU CASA DE LOS SEÑORES QUE VAN Á EXPRESARSE.
Dice: que hará como veintiocho ó treicta años que se le presentaron en su antigua casa, que quedaba á orillas del río llamado Jesús, los señores don Andrés y don Juan (*** Nombres supuestos que adoptaren don José Acevedo y su hijo Pedro en su emigración, de los apellidos no se acuerda), que vinieran con el difunto Luis María Jaramillo, vecino de Suaza, única persona que conocía.
Don Andrés le suplicó que los auxiliara á él y á su sobrino, después que partió Jaramillo; ella convino, y empezó su asistencia por curar á don Juan, -que llegó atacado de fríos y calenturas. Dice que con los remedios caseros que le hizo se mejoró él, y cayó enfermo de gravedad su tío: éste, viendo que su mal era decisivo, luego que notó por medio del espejo que tenía unas manchas negras en la lengua, le ordenó al sobrino que sacara la lanceta y lo sangrara: el sobrino, sobrecogido al ejecutar una operación que le era desconocida, procuró hacer lo que se le ordenaba; pero dice María Luisa que se apoderó de su persona un temblor tal, que le impidió, á pesar de las varias tentativas, el sangrar á su querido tío. Entonces don Andrés, notando el embarazo de su sobrino, le quitó la lanceta, y tomándola él mismo, se sangró, dejando salir como una libra y media y desmayándose en seguida. Entre el sobrino y María Luisa procuraron vendar la vena. Asegura María Luisa que después de la sangría la enfermedad hizo tan notables progresos, que al fin á los trece ó catorce días murió; pero tuvo cuidado el tío de dejarle al sobrino un papelito escrito, debajo de la almohada, en que le prevenía que tan luego como él falleciera abandonase aquellas montañas y regresara á consolar á su madre y hermanos de la pérdida de su desgraciado padre ... Dice María Luisa que efectivamente, luego que el sobrino dio sepultura á su querido y res petado tío, con llanto inconsolable, partió de aquellas horribles soledades á los quince días, habiendo obsequiado generosamente á María Luisa y á sus tiernos hijos, de lo que todavía se manifiesta sumamente agradecida, y asegura que el lugar en donde enterraron á don Andrés existe todavía, sin que nadie lo haya removido.
Al año ó año y medio supo María Luisa que aquellos dos sujetos habían variado de nombre por librarse de la cuchilla española, que estaba segando los hombres más notables del antiguo Nuevo Reino de Granada, y que aquellos señores eran don José Acevedo y su hijo Perucho.
Es copia de la relación escrita por el Coronel Anselmo Pineda y entregada á mi hermana Josefa en 1848.
ACEVEDO TEJADA
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